Viajar, ¿es un placer?
Conforme se va acercando la fecha de partida de cualquiera de mis viajes, sufro inevitablemente los siguientes sintomas: Ansiedad suprema, borderío general, mal rollo con todo el mundo, persistente autoflagelación, preguntas existenciales del tipo, ¿Dónde C… voy? y ¿que C… voy a hacer allí?, miedo…miedo a secas.
Una vez en el aeropuerto los wiskies vuelan directos hasta mi estómago en el intento de sedarme antes de hacer algo tan anormal y que me causa tanto espanto, como es, subirme a un tubo cilíndrico que pesa toneladas y del que aún no he logrado comprender como es posible que vuele y, menos aún, que yo esté dentro.
Cuando los motores inician su rugido infernal para despegar, encomiendo mi alma en manos del altísimo y subitamente recuerdo todas las oraciones que aprendí cuando mi primera comunión, me juro mil veces que esa será la última vez, pero sé que me miento.
Al llegar a mi destino, generalmente algún lugar en el tercer mundo, me alojo en hoteles a 10 dólares la noche, comparto el cuarto con lagartijas, cucarachas, arañas y mosquitos, no así los gastos, el 90% del tiempo estoy solo haciendo fotos de cosas, lugares y gentes que nadie me ha pedido ni nadie comprará, al menos en un futuro inmediato. Los lugareños suelen mirarme como si fuese la solución a su miseria, yo intento salir de la mía propia.
Pronto empiezo a echar de menos hasta el mando de mi televisión, noches tropicales infernales, el sudor bordeando las cuencas de mis ojos mientras miro un ventilador que gira cansino en el techo de los cuartuchos, en los que generalmente, me alojo.
Una silla encajada tras el pomo de la puerta, la navaja que me regaló mi amigo Santos en Managua, siempre abierta y a mano, y si me pilla en un país musulmán, ¡a joderse! no se duerme, toda la noche chirrian unos altavoces que, suenan como una carraca dentro de una lata vieja, llamando a la oración a los creyentes, intento no moverme para aprovechar el poco aire húmedo y espeso que circula, imposible cerrar la ventana, al final me voy desvaneciendo , entro en la fase REM y empiezo a soñar que debiera estar yendo camino de casa.
Arrastro un pesado equipo fotográfico y una pequeña bolsa / maleta con la mínima ropa y medicinas que no se que curan exactamente, puedo estar casí un mes con el mismo pantalón ( cuestión de operatividad y espacio, ¡no soy un guarro!), me muevo en trenes de tercera, autobuses públicos o de paquete en una moto, tengo que pagar hasta el alpiste de las pulgas que me acompañan, ¡gastos!, ¡todo són gastos!.
Hablo un Inglés macarrónico que apenas me es útil para pedir cerveza, a los pocos días la ropa me viene grande, adelgazo a ojos vista, el hambre desaparece, casi nunca me gusta la comida que me ofrecen, no estoy de vacaciones por lo tanto no me doy lujos, mi vida viajando es espartana, solitaria.
Se que todo ha terminado cuando veo la cara de mi mujer esperando mi regreso en el aeropuerto, después de los abrazos, los besos y de camino a la casa, le cuento anécdotas simpáticas, insustanciales, cierro los ojos y recupero, poco a poco, los aromas y el paisaje de mi país, mis costumbres, mi casa, me hace jurar que no me iré mas, se lo juro, me lo juro, la miento… me miento, nos mentimos.
Y el lector con sentido común se preguntará , ¿entonces tío?, no lo sé querido amigo, te prometo que no lo sé, tal vez este blog, este diario de viajes, intente ser una respuesta a tu pregunta, mi pregunta, pero no estoy muy seguro, como cantó Silvio Rodriguez en Canción del Elegido, «lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida».
Quizá, todo se reduce al intento de invertir el sentido del verso que escribió Silvio… en cualquier caso, Por favor, cuando acabe la fiesta, el último que apague la luz. Gracias
…y acabo con la pregunta del principio:
¿Viajar es un placer?, y tu… ¿qué crees?
Paco Feria / fotoperiodista
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